sábado, 26 de abril de 2008

LA VENGANZA DE CISCO KID.

Tahistoria laes cribió:
O. Henry (William Sydney Porter)
(Recompensa diun tanate e' plata, porelque
able mal con hache, desta historia o cuento...)





Cisco Kid había matado a seis hombres en pendencias más o menos honestas, había asesinado a dos mexicanos, y había dejado inútiles a otros muchos, a los cuales, modestamente, no se preocupó en contar. Por consiguiente, una mujer lo amaba.
Cisco Kid tenía veinticinco años y aparentaba veinte; y una compañía de seguros celosa de su dinero hubiera calculado la probable fecha de su muerte fijándola alrededor de los veintiséis años. Se movía en una zona situada entre el Frío y el Río Grande. Mataba por afición... porque estaba de mal humor... para evitar que lo detuvieran... para divertirse... Había escapado de la captura porque podía disparar ocho décimas de segundo antes que cualquier sheriff o ranger de servicio, y porque montaba un caballo ruano que conocía al dedillo todas las vueltas y revueltas de los caminos, incluso de los de cabras, desde San Antonio a Matamoras.
Tonia Pérez, la muchacha que amaba a Cisco Kid, era medio Carmen, medio Madona, y el resto -¡Oh, sí! Una mujer que es medio Carmen y medio Madona puede ser siempre algo más-, el resto era colibrí. Vivía en un jacal con techo de ramas cerca de un pequeño poblado mexicano en el Lone Wolf Crossing, del Frío. Con ella vivía un padre o abuelo, un descendiente de los aztecas, que tenía por lo menos mil años, pastoreaba un centenar de cabras y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, por culpa del mescal1. Detrás del jacal se extendía un inmenso bosque. A través de su espinosa espesura, el ruano llevaba a Kid a visitar a su novia. Y en cierta ocasión, trepando como una lagartija hasta el tejado de ramas, Kid había oído a Tonia, con su rostro de Madona y su belleza de Carmen y su alma de colibrí, hablar con el sheriff, negando conocer a su hombre en su dulce mezcolanza de inglés y castellano.
Un día, el ayudante general del Estado, que es, ex officio, comandante de las fuerzas de rangers, escribió unas sarcásticas líneas al capitán Duval, de la Compañía X, estacionada en Laredo, acerca de la tranquila existencia que llevaban los asesinos y "desperados"2 en el territorio del susodicho capitán.
La tez del capitán adquirió el color del ladrillo al leer aquellas líneas y se las remitió, con unos comentarios de cosecha propia, al teniente Sandridge, que estaba acampado en las inmediaciones de Nueces con un escuadrón de cinco hombres para mantener el orden y hacer cumplir la ley.
El teniente Sandridge enrojeció intensamente, se metió la carta en el bolsillo y masticó uno de los extremos de sus largos bigotes.
A la mañana siguiente ensilló su caballo y se dirigió, solo, al poblado mexicano del Lone Wolf Crossing, que se hallaba a veinte millas de distancia.
Con sus seis pies de estatura, rubio como un vikingo, calmoso como un diácono, peligroso como una ametralladora, Sandridge fue de jacal en jacal en busca de noticias acerca de Cisco Kid.
Mucho más que a la ley, los mexicanos temían la fría y segura venganza del jinete solitario por el cual se interesaba el ranger. Uno de los pasatiempos de Kid había consistido en disparar contra los mexicanos "para verles patalear": y si había hecho aquello para divertirse, ¿qué no sería capaz de hacer con alguien que provocara su furor? Uno a uno, los mexicanos fueron encogiéndose de hombros, llenado el aire de "¿Quién sabe?" y negando conocer a Cisco Kid.
Pero había un hombre llamado Fink, que tenía una tienda en el Crossing..., un hombre de muchas nacionalidades, lenguas, intereses y modos de pensar.
-Es inútil que les pregunte a los mexicanos -le dijo a Sandridge-. Tienen miedo. Ese hombre, al que llaman el Kid -su verdadero nombre es Goodall, ¿no?-, ha estado en mi tienda un par de veces. Creo que sé cómo podría atraparle usted..., pero no sería prudente por mi parte decírselo: tardo un par de segundos más en sacar el revólver de lo que tardaba antes, y el hecho merece ser tenido en cuenta tratándose de Cisco Kid. Lo que puedo decirle es que tiene una novia medio mexicana en el Crossing, y viene a verla con cierta frecuencia. Vive en el jacal que está a un centenar de yardas del arroyo, en el lindero del bosque. Tal vez ella... no, supongo que no lo haría; pero, de todos modos, el jacal sería un excelente lugar para vigilar.
Sandridge se dirigió al jacal de Pérez. El sol estaba bajo, y la sombra de los grandes árboles cubría ya el tejado de ramas de la choza. Las cabras estaban encerradas para pasar la noche en una especie de corral construido con estacas junto a la cabaña. Unos cuantos chiquillos jugueteaban por los alrededores. El viejo mexicano estaba tendido en una manta sobre la hierba, atiborrado de mescal, soñando, quizás, en las noches en que él y Pizarro habían brindado por el Nuevo Mundo. Y en la puerta del jacal estaba Tonia, en pie. El teniente Sandridge, sin apearse de su montura, se quedó mirándola fijamente.
Cisco Kid, al igual que todos los eminentes y afortunados asesinos, era una persona vanidosa. Su orgullo habría sufrido un rudo golpe de haber sabido que, con un simple intercambio de miradas, dos personas, en cuyas mentes estaba él desde hacía mucho tiempo, le olvidaban por completo (al menos momentáneamente).
Tonia no había visto nunca un hombre como aquél. Parecía estar hecho de rayos de sol, piel sonrosada y agua clara. Al sonreír pareció iluminar la sombra de los árboles, como si hubiera vuelto a salir el sol. Los hombres que ella había conocido eran bajitos y morenos. Incluso Kid, a pesar de sus hazañas, no era mucho más alto que ella, con un pelo negro y liso y un rostro tan frío como el mármol.
En cuanto a Tonia, tenía el pelo de color negro azulado y unos ojos enormes y llenos de la melancolía latina que le conferían su aspecto de Madona. Sus movimientos revelaban el fuego oculto y el deseo de agradar que había heredado de las gitanas españolas. Lo que de colibrí había en ella moraba en su corazón; no podía percibirse a menos que su brillante falda roja y su blusa azul le recordaran a uno aquel pájaro.
El recién llegado pidió un vaso de agua. Tonia se lo sirvió de la jarra roja colgada de una rama, a la sombra. Sandridge estimó necesario descabalgar para hacer menos embarazosa la situación.
No hago de espía; ni pretendo conocer los pensamientos de cualquier corazón humano; pero afirmo, con mi derecho de cronista, que antes de que hubiera transcurrido un cuarto de hora, Sandridge le estaba enseñando a Tonia a tejer una cuerda con fibras vegetales y Tonia le había explicado a Sandridge que, de no haber sido por el pequeño libro inglés que su peripatético padre le había regalado y por el pequeño chivo tullido, se hubiera sentido muy sola.
Lo cual conduce a la sospecha de que las defensas de Kid necesitaban una reparación, y de que el sarcasmo del ayudante general había caído sobre un terreno improductivo.
En su campamento, el teniente Sandridge anunció y reiteró su intención de acabar con las andanzas de Cisco Kid, abatiéndolo sobre las praderas del Frío o arrastrándolo a la presencia de un juez y de un jurado. La cosa no parecía fácil. Y necesitaba una cuidadosa preparación. Dos veces a la semana, Sandridge se dirigía al jacal de Pérez y conducía los inexpertos dedos de Tonia por los intrincados caminos que había que recorrer para tejer una cuerda con fibras vegetales. Tejer una cuerda es difícil de aprender y fácil de enseñar.
El ranger sabía que podía encontrar a Kid allí en cualquiera de sus visitas. Por lo tanto, durante sus estancias en el jacal, se mantenía ojo avizor, con la artillería siempre a punto y sin perder de vista la parte trasera de la cabaña. Así podría abatir al milano y al colibrí con una sola piedra.
Mientras el rubio ornitólogo proseguía sus estudios, Cisco Kid atendía también sus obligaciones profesionales. Armó una trifulca en una cantina de un pequeño pueblo ganadero en Quintana Creek, liquidó al sheriff (haciendo que la bala agujereara limpiamente su estrella de latón) y luego ahuecó el ala, malhumorado e insatisfecho. Ningún verdadero artista se enorgullece de haber matado a un viejo armado con un antiguo cacharro del 38.
En su camino, Kid experimentó súbitamente el deseo que experimentan todos los hombres cuando su propia conducta los ha dejado insatisfechos. Deseó que la mujer a la que amaba le asegurase que era suya a pesar de todo. Deseó que Tonia le sirviera agua de la jarra roja colgada a la sombra del árbol, y que le contara cómo se tomaba el biberón el chivo.
Kid volvió la cabeza del ruano hacia los chaparrales de diez millas de longitud que se extienden por Arroyo Hondo hasta terminar en el Lone Wolf Crossing, del Frío. El ruano relinchó alegremente, ya que poseía el mismo sentido de la orientación que un caballo que trabaja uncido a un carro y sabía que al final de aquel trayecto lo esperaba una sabrosa ración de hierba de mesquite.
Cabalgar a través de un chaparral tejano resulta más aburrido y solitario que una exploración amazónica. Las multiformes variedades de cactos jalonan el camino, extendiendo sus retorcidos miembros para hacerlo intransitable. Y la "planta del diablo", que parece vivir sin tierra ni lluvia, aumenta las dificultades del viajero, tendiendo ante él una inextricable red espinosa.
Perderse en un chaparral significa sufrir la muerte del ladrón en la cruz, traspasado por clavos y con grotescas formas demoníacas revoloteando a su alrededor.
Pero ése no era el caso de Kid y su montura. Dando vueltas y revueltas, abriéndose paso por los lugares más inverosímiles, el buen ruano fue acortando insensiblemente la distancia que les separaba del Lone Wolf Crossing.
Mientras avanzaban, Kid cantaba. No sabía más que una canción y la cantaba, del mismo modo que sólo conocía un código y lo vivía, y sólo conocía a una muchacha y la amaba. Era un hombre sencillo, de ideas convencionales. Tenía una voz parecida a la de un coyote acatarrado, pero cuando había decidido cantar, cantaba. Era una canción muy popular en los campamentos, que empezaba con estas palabras:
No bromees con mi novia Lulú,si no quieres tener un disgusto...
El ruano estaba acostumbrado a la canción... y a la voz, y no le importaba.
Pero, incluso el peor de los cantantes acaba por cansarse de contribuir a los ruidos del mundo. De modo que Kid, cuando se encontraba a un par de millas del jacal de Tonia, había dejado de cantar... no porque sus gorgoritos sonaran desagradablemente a sus propios oídos, sino porque sus músculos laríngeos estaban fatigados.
Como si estuviera en la pista de un circo, el ruano giró y danzó a través del laberinto de maleza hasta que el jinete supo, por ciertos detalles del terreno, que el Lone Wolf Crossing se encontraba cerca. Luego, a medida que la maleza se hacía menos tupida, Kid divisó el tejado de ramas del jacal. Unos metros más allá, Kid detuvo al ruano, desmontó y siguió avanzando a pie, tan silenciosamente como un indio. El ruano, conociendo su papel, permaneció completamente inmóvil, sin producir el menor ruido.
Kid se deslizó silenciosamente hasta el mismo borde del chaparral y se escondió entre las hojas de un grupo de cactos.
A diez metros de su escondrijo, y a la sombra del jacal, vio a su Tonia tejiendo tranquilamente una cuerda vegetal. La ocupación en sí no era condenable; todo el mundo sabe que las mujeres, de cuando en cuando, tienen los más raros caprichos. Pero, para decirlo todo, hay que añadir que la cabeza de Tonia reposaba contra el ancho y cómodo pecho de un hombre alto y rubio, y que el brazo del hombre rodeaba los hombros de la muchacha, guiando sus pequeños dedos en una tarea que, al parecer, precisaba de continuas lecciones.
Sandridge miró rápidamente hacia la oscura masa del chaparral al oír un leve ruido que no le resultaba desconocido. Un pistolero puede hacer aquel ruido al empuñar repentinamente su revólver. Pero el sonido no se repitió; y los dedos de Tonia necesitaban una cuidadosa atención.
Luego, Tonia y el hombre alto y rubio empezaron a hablar de su amor; y en la plácida tarde de julio, todas las palabras que pronunciaban llegaron a oídos de Kid.
-Recuerda que no debes volver hasta que yo te avise -decía Tonia-. No tardará en presentarse. Un vaquero ha dicho hoy en la tienda que lo vio en Guadalupe hace tres días. Cuando está tan cerca, siempre viene. Y si llega y te encuentra aquí, te matará. De modo que, por favor, no vengas hasta que yo te avise.
-De acuerdo -dijo el ranger-. Y entonces, ¿qué?
-Entonces -dijo la muchacha-, tienes que venir con tus hombres y matarlo. Si no, él te matará a ti.
-No es un hombre que se deje detener, desde luego -dijo Sandridge-. El oficial que se enfrente a Cisco Kid tiene que estar dispuesto a matar o morir.
-Tienes que matarlo -dijo la muchacha-. Si no lo haces, no habrá paz en el mundo para ti ni para mí. Ha matado a muchos hombres. De modo que merece la muerte. Tráete a tus hombres, y no le dejes ninguna posibilidad de escapar.
-Antes no pensabas eso de él -dijo Sandridge.
Tonia dejó caer la cuerda que estaba tejiendo, y rodeó el cuello del ranger con un brazo de color limón.
-Antes -murmuró en un fluido castellano- no te conocía a ti, amor mío. Y tú eres cariñoso y bueno, además de fuerte. ¿Cómo podría pensar en él, después de conocerte a ti? Tiene que morir, para que el miedo de que pueda hacernos algún daño no llene mis días y mis noches.
-¿Cómo sabré que ha venido? -preguntó Sandridge.
-Cuando viene -dijo Tonia-, suele quedarse dos días, y a veces tres. Gregorio, el hijo de la vieja Luisa, la lavandera, tiene una yegua muy rápida. Te escribiré una carta, diciéndote cómo puedes atraparlo. Gregorio te la llevará; no vengas solo, querido, y ten mucho cuidado, ya que la serpiente de cascabel no es más rápida en su ataque que el Chivato, como llaman a Kid, en "sacar".
-Kid es muy rápido con su revólver, desde luego -admitió Sandridge-, pero cuando venga aquí a por él vendré solo. El capitán me escribió unas cuantas cosas que me hicieron desear capturar a Kid sin la ayuda de nadie. Hazme saber cuando llegue Mr. Kid, y yo me encargaré del resto.
-Te enviaré el mensaje por medio de Gregorio -dijo la muchacha-. Sé que eres más valiente que aquel pequeño asesino, que nunca sonríe. ¿Cómo es posible que haya podido estar interesada por él?
El ranger se dispuso a regresar a su campamento. Antes de montar en su caballo levantó a Tonia del suelo con un solo brazo y se despidió cariñosamente de ella. La bochornosa tarde veraniega volvió a sumirse en una profunda quietud. El humo del fuego que ardía en el jacal, donde los frijoles hervían en la olla de hierro, surgía tan recto como una plomada por encima de la chimenea de arcilla. Ningún sonido ni movimiento turbaba la calma que envolvía al chaparral.
Cuando la forma de Sandridge hubo desaparecido, Kid se deslizó hasta el lugar donde se hallaba su propio caballo, montó en él y retrocedió por el tortuoso camino que había seguido al venir.
Pero no llegó muy lejos. Se detuvo a esperar en las silenciosas profundidades del chaparral hasta que transcurrió media hora. Poco después, Tonia oyó las notas desafinadas de su canción, cada vez más cerca; y corrió hacia el lindero del chaparral para recibirlo.
Kid no sonreía casi nunca; pero sonrió y agitó su sombrero cuando vio a Tonia. Desmontó, y la muchacha se echó en sus brazos. Kid la contempló cariñosamente. Su rostro moreno, que habitualmente estaba tan rígido como una máscara de arcilla, parecía sacudido por una corriente subterránea de sentimientos.
-¿Cómo está mi muchacha? -preguntó, abrazándola.
-Enferma de tanto esperar, querido -respondió Tonia-. Me duelen los ojos de tanto mirar hacia el chaparral, esperando verte aparecer. Pero ahora estás aquí, amor mío, y soy completamente feliz. ¡Qué mal muchacho! No venir a ver a su alma más a menudo... Entra y descansa; yo cuidaré de abrevar a tu caballo y lo trabaré. En la jarra hay agua fresca para ti.
Kid la besó afectuosamente.
-No puedo permitir que una dama cuide de mi caballo -dijo-. Pero si me preparas un poco de café mientras yo lo atiendo, chica, te quedaré eternamente agradecido.
Además de su habilidad con el revólver, Kid poseía otra cualidad por la que se admiraba mucho a sí mismo. Era muy caballero, como dicen los mexicanos, en lo que respecta a las damas. Siempre las había tratado con el mayor respeto. No podía hablarle rudamente a una mujer. Podía asesinar despiadadamente a sus maridos y hermanos, pero era incapaz de alzar un dedo contra una mujer. Muchas personas que lo habían tratado superficialmente se mostraban reacias a creer las historias que circulaban acerca de Mr. Kid. Y cuando les presentaban pruebas de algún hecho infamante cometido por él, decían que tal vez lo habían obligado a hacerlo, y que, de todos modos, sabía tratar a una dama.
Teniendo en cuenta ese aspecto de la idiosincrasia de Kid y lo orgulloso que se sentía de él, no resulta difícil intuir que el problema que se le planteaba después de lo que había visto y oído desde su escondrijo aquella tarde (al menos en lo que respecta a uno de los actores) era de los más peliagudos. Y, sin embargo, no cabía imaginar a Cisco Kid atosigado por asunto de tan poca monta.
Después del breve crepúsculo, se reunieron alrededor de una cena compuesta de frijoles, filetes de cabra, melocotón en conserva y café, a la luz de un farol en el interior del jacal. Más tarde, el antepasado se fumó un cigarrillo y se convirtió en una momia envuelta en una manta gris. Tonia lavó los escasos platos mientras Kid los secaba con un trozo de saco de harina. Los ojos de Tonia brillaban; charló volublemente de los triviales acontecimientos que se habían producido en su pequeño mundo desde la última visita de Kid; los mismos que en las anteriores visitas.
Luego salieron al exterior y Tonia se tendió en una hamaca de hierba con su guitarra y cantó melancólicas canciones de amor.
-¿Sigues queriéndome igual, nena? -preguntó Kid, liando un cigarrillo.
-Exactamente igual, amor mío -dijo Tonia, acariciándolo con sus oscuros ojos.
Se produjo un corto silencio. Al cabo de un rato, Kid se puso en pie y dijo:
-Voy a llegarme a casa de Fink para comprar tabaco. Creí que llevaba otro paquete, pero se me ha terminado. Regresaré dentro de un cuarto de hora.
-Date prisa -dijo Tonia-. Y, dime... ¿Cuánto vas a quedarte esta vez? ¿Te irás mañana, dejándome con mi pesar, o te quedarás más tiempo con tu Tonia?
-¡Oh! Esta vez puedo quedarme dos o tres días -dijo Kid bostezando-. He estado huyendo durante un mes, y quiero descansar un poco.
Cuando regresó, al cabo de media hora, Tonia seguía tendida en la hamaca.
-Me sucede una cosa muy rara -dijo el Kid-. Tengo la sensación de que hay alguien emboscado detrás de los arbustos, dispuesto a matarme. Nunca me había pasado una cosa así. Tendré que marcharme antes de que amanezca. La región de Guadalupe está en ascuas desde que me cargué a aquel viejo sheriff.
-No tendrás miedo... Nadie puede asustar a mi valiente.
-Bueno, hasta ahora nadie puede decir que soy un conejo cuando llega el momento de dar la cara; pero no me gustaría tener complicaciones mientras me encuentro en tu jacal. Podría perjudicarte a ti...
-Quédate con tu Tonia, aquí no te encontrará nadie.
Kid contempló pensativamente, a través de la oscuridad, las lejanas luces del poblado mexicano.
-Ya hablaremos de eso más tarde -decidió.
A medianoche, un jinete se presentó en el campamento de los rangers, gritando desaforadamente para señalar su presencia e indicar que sus intenciones eran pacíficas. Sandridge y uno de sus hombres acudieron a su encuentro. El jinete se presentó a sí mismo diciendo que se llamaba Domingo Sales y vivía en el Lone Wolf Crossing. Traía una carta para el señor Sandridge. La vieja Luisa, la lavandera, lo había convencido para que la trajera, porque su hijo Gregorio estaba enfermo y no podía cabalgar.
Sandridge encendió un farol y leyó la carta.
"Querido mío:
Ya ha llegado. Apenas te habías marchado cuando se presentó. Al principio, dijo que se quedaría dos o tres días. Luego, pareció cambiar de idea y dijo que se marcharía antes de que amaneciera, y me habló de un modo muy raro, como si sospechara que no le he sido fiel. Estoy muy asustada. Le he jurado que lo amo, que sigo siendo su Tonia. Y él me ha dicho que tengo que demostrarle que soy sincera. Cree que hay hombres emboscados entre los arbustos, dispuestos a matarlo en cuanto se marche del jacal. Para huir, dice que se pondrá mis ropas, la falda roja, la blusa azul y la mantilla en la cabeza. Pero antes tengo que ponerme yo sus pantalones, su camisa y su sombrero, y salir del jacal montada en su caballo, dar unas vueltas por el chaparral y regresar. Así podrá ver si soy sincera y si hay hombres emboscados en el chaparral para matarlo. Es horrible. Eso será una hora antes de que amanezca. Ven, querido, y mata a ese hombre. No trates de cogerlo vivo. Mátalo en cuanto le eches la vista encima. No quiero que corras riesgos inútiles. Puedes venir antes de la hora que te he indicado y esconderte en el pequeño cobertizo que hay cerca del jacal, donde guardamos el carro y los arreos. Nadie te verá. Él llevará mi falda roja, mi blusa azul y mi mantilla negra. Te envío un millar de besos. Dispara contra él en cuanto le eches la vista encima. Es lo más seguro. Siempre tuya,
Tonia."
Sandridge explicó rápidamente a sus hombres la parte oficial de la misiva. Los rangers se mostraron reacios a dejarlo marchar solo.
-Será coser y cantar -dijo el teniente-. La muchacha le tiene bien atrapado. No podrá escapar.
Sandridge ensilló su caballo y cabalgó hacia el Lone Wolf Crossing. Ató al animal detrás de un macizo de arbustos junto al arroyo, cogió su Winchester y se acercó cautelosamente al jacal de Pérez. La luna, que se encontraba en su cuarto menguante, quedaba oculta a intervalos detrás de unas grandes nubes de color lechoso.
El cobertizo era un lugar excelente para apostarse; y el teniente se acomodó en él. Tuvo que esperar casi una hora antes de que dos figuras salieran del jacal. Una, vestida de hombre, montó rápidamente en el caballo que estaba delante de la cabaña y emprendió un rápido galope en dirección al poblado. La otra figura, vestida con una falda roja, una blusa azul y una mantilla negra, permaneció en pie a la débil claridad de la luna, contemplando al jinete que se alejaba. Sandridge pensó que sería mejor aprovechar la ocasión antes de que Tonia regresara. Imaginaba que el espectáculo no sería de su agrado.
-¡Arriba las manos! -ordenó, en voz alta, saliendo del cobertizo con la culata del Winchester apoyada en el hombro.
La figura se volvió rápidamente, pero no hizo ningún movimiento que demostrara que estaba dispuesta a obedecer; el ranger apretó el gatillo una, dos, tres veces... y luego dos veces más. Tratándose de Cisco Kid, había que asegurarse bien. A aquella distancia no podía fallar el tiro, ni siquiera en la semioscuridad que lo rodeaba.
El viejo antepasado, dormido en su manta, se despertó con el ruido de los disparos. Tendió el oído y escuchó el grito que profería un hombre aquejado de un intenso dolor o de una enorme angustia, y se levantó gruñendo contra las "tonterías de los modernos".
El alto y enrojecido fantasma de un hombre irrumpió en el jacal, blandiendo una carta en una mano. Se acercó a la luz del farol y gritó:
-¡Mire esta carta, Pérez! ¿Quién la ha escrito?
-¡Ah! Es el señor Sandridge -murmuró el viejo, acercándose-. Pues, señor, esa carta la escribió el Chivato..., el novio de Tonia. Dicen que es un hombre malo; yo no lo sé. Mientras Tonia dormía, escribió la carta y le encargó a Domingo Sales que se la llevara a usted. ¿Ocurre algo? Yo soy muy viejo y no sé nada. ¡Válgame Dios! Este mundo está cada día más loco; y no hay nada en la casa para beber..., nada para beber.
Lo único que Sandridge pudo hacer fue salir del jacal y dejarse caer boca abajo en el suelo, junto a su pequeño colibrí que ahora no agitaba ni una sola de sus plumas. Sandridge no era caballero por instinto, y no podía comprender los refinamientos de la venganza.
A una milla de distancia, el jinete que poco antes había emprendido un rápido galope en dirección al poblado, rompió a cantar, con voz de coyote acatarrado, una canción que empezaba con las siguientes palabras:
No bromees con mi novia Lulú,si no quieres tener un disgusto...


FIN

martes, 22 de abril de 2008

LA NOCHE DE LOS FEOS...

Té cuento questo jué escrito por
Mamá, por Mamario Benedetti...
Siestá feo, Mamario es el culpapá, papable.





Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo."¿Qué está pensando?", pregunté.Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma."Un lugar común", dijo. "Tal para cual".Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo."Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?""Sí", dijo, todavía mirándome."Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.""Sí."Por primera vez no pudo sostener mi mirada."Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.""¿Algo cómo qué?""Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas."Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata."Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico."Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN

martes, 8 de abril de 2008

LOS BEBEDORES DE SANGRE...

Horacio Quiroga jué testigo destecho...
¡Salú! ¡Salú!
Hasta queseme salen las ba, las babas y
trago grueso. ¡Yo quiqui! ¡Ero, ero!
Y Eros, también... ¡Gulp!




Chiquitos:
¿Han puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runrunea? Háganlo con Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de haberlo hecho, tendrán una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.
Este ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la noche, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.
¿De dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber perdido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incansable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.
Así estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque sí, no hay fiera capaz de hacerlos huir.
¡Ah, chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de marcha llegaba yo a las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición de un puma. El tigre, a quien se cree rey incontestable de la selva, tiene terror pánico a un gato cobardón como el puma.
¿Han visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un metro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.
Pues bien. Esa misma mañana, los dos cazadores habían hallado cuatro cabras, de las doce que tenían, muertas a la entrada del monte. No estaban despedazadas en lo más mínimo. Pero a ninguna de ellas les quedaba una gota de sangre en las venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, tenían todas cuatro agujeros, y no muy grandes tampoco. Por allí, con los colmillos prendidos a las venas, el puma había vaciado a sus víctimas, sorbiéndoles toda la sangre.
Yo vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encendí también en ira al ver las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedienta de sangre. El puma, del mismo modo que el hurón, deja de lado cualquier manjar por la sangre tibia. En las estancias de Río Negro y Chubut, los pumas causan tremendos estragos en las majadas de ovejas.
Las ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres más estúpidos de la creación. Cuando olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a estornudar. A ninguna se le ocurre huir. Sólo saben estornudar, y estornudan hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos momentos, van quedando tendidas de costado, vaciadas de toda su sangre.
Una muerte así debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. ¿Saben lo que pasa? Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por invencible sueño. Él, que entierra siempre los restos de sus víctimas y huye a esconderse durante el día, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la madrugada a la fiera con el hocico rojo de sangre, fulminada de sueño entre sus víctimas.
¡Ah, chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente cuatro cabras no eran suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Había huido después de su hazaña, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.
En efecto, apenas habíamos andado una hora cuando los perros erizaron de pronto el lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de caza: habían rastreado al puma.
Paso por encima, hijos míos, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a contar con detalles una corrida de caza en el monte. Básteles saber por hoy que a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a través del bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un árbol, cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre desesperados ladridos. Allá arriba del árbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las evoluciones de los perros con tremenda inquietud.
Nuestra cacería, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros "torearan" a la fiera, ésta no se movería de su árbol. Así proceden el gato montés y el tigre. Acuérdense, chiquitos, de estas palabras para cuando sean grandes y cacen: tigre que trepa a un árbol, es tigre que tiene miedo.
Yo hice correr una bala en la recámara del winchester, para enviarla al puma entre los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombro diciéndome:
-No le tire, patrón. Ese bicho no vale una bala siquiera. Vamos a darle una soba como no la llevó nunca.
¿Qué les parece, chiquitos? ¿Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre? Yo nunca había visto sobar a nadie y quería verlo.
¡Y lo vimos, por Dios bendito! El cazador cortó varias gruesas ramas en trozos de medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue lanzándolos uno tras otro contra el puma. El primer palo pasó zumbando sobre la cabeza del animal, que aplastó las orejas y maulló sordamente. El segundo garrote pasó a la izquierda lejos. El tercero, le rozó la punta de la cola, y el cuarto, zumbando como piedra escapada de una honda, fue a dar contra la cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tambaleó sobre la rama y se desplomó al suelo entre los perros.
Y entonces, chiquitos míos, comenzó la soba más portentosa que haya recibido bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los perros, el puma quiso huir de un brinco. Pero el cazador, rápido como un rayo, lo detuvo de la cola. Y enroscándosela en la mano como una lonja de rebenque comenzó a descargar una lluvia de garrotazos sobre el puma.
¡Pero qué soba, queridos míos! Aunque yo sabía que el puma es cobardón, nunca creí que lo fuera tanto. Y nunca creí tampoco que un hombre fuera guapo hasta el punto de tratar a una fiera como a un gato, y zurrarle la badana a palo limpio.
De repente, uno de los garrotazos alcanzó al puma en la base de la nariz, y el animal cayó de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque herida de muerte, la fiera roncaba aún entre los colmillos de los perros, que lo tironeaban de todos lados. Por fin, concluí con aquel feo espectáculo, descargando el winchester en el oído del animal.
Triste cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la caza, y es su misma sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorbérsela.