viernes, 30 de mayo de 2008

¡LA MUERTE!

Lo escribió Thomas Mann, mientras vivía...




10 de septiembre
Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...
El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces recito en voz baja, con una sensación de recogimiento y terror íntimo...
12 de septiembre
He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.
Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo, antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.
Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido! Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera, y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.
15 de septiembre
Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una leyenda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces diversas. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y ordené que tal cosa se hiciera por la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo sólo: "Como usted disponga, señor Conde", pero me miró con sus ojos irritados, expresando temor y duda.
¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...
18 de septiembre
Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me atormentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.
Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y mojadas que encontró en la playa; cuando besó a la niña para darle las gracias, lloró porque yo estaba "enfermo". ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su cariño melancólico!
21 de septiembre
He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus hombros, recordé mi vida abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y protegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad. ¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu cuello con su delgado brazo.
La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita a sonreír muy levemente.
¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías "enfermo"? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?
23 de septiembre
Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremecedor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.
¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitud torturante, ese doce octubre.
27 de septiembre
El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó con la pequeña Asunción y conmigo.
-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es usted un filósofo, ¡je, je!
Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio consejos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir un poco mejor.
30 de septiembre
-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde, y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre. Son 8,460.
No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavilar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!
2 de octubre
Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy loco.
Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?
Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti. Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de morir, no es tan dudoso como el del lugar?
¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...
3 de octubre
Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.
¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado con la idea...
¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...
5 de octubre
Pienso continuamente en ello, y me ocupa completamente. Reflexiono sobre cuándo y cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.
Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío de la muerte.
7 de octubre
El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado. Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una piedra.
Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su turbia espuma delante de mis pies.
Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobreviviría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?
8 de octubre
He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?
Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se conducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme? ¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una salvaje majestad.
9 de octubre
Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: "¿Qué pasaría si me marchara pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?" Ella apoyó su cabecita en mi pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.
Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.
10 de octubre
¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: "Es mejor que acabemos pronto", dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.
"¡Es mejor que acabemos pronto!" ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasado. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento tan frío y sardónico de decepción.
11 de octubre (a las 11 de la noche)
¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!
Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y sollozaba.
-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!
Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.
-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sorprendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!
Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita, te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!
¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:
-Es mejor que acabemos pronto...
FIN

sábado, 10 de mayo de 2008

LA MADRE -¡Guauuu!- DEL MONSTRUO

Sí, sí, esta es la madre del monstruo.
El monstruo esel carajillo, no la mama.

Tá vara juescrita por Máximo, o Mínimo, Gorki. Dependede qué tanto les cuadrel
cuento éste, pa' que sea Máximo o Mínimo. Cuestión de gusto, sin volver a versss
ala madre... ¡Gulp!...





Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.
El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo... Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.
El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.
El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.
El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.
Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.
Anda con la cabeza agachada, haciendo calceta; el acero de las agujas brilla entre sus dedos. El ovillo de lana está oculto en una de sus faltriqueras, pero se diría que el hilo rojo sale de su pecho. El camino es sinuoso y los pedruscos crujen y resbalan a su paso. Sin embargo, la vieja sigue bajando con la misma seguridad que si sus pies viesen el sendero.
He aquí la historia de esta mujer.
Poco después de su matrimonio con un pescador, su marido salió un día a la faena y no regresó. La mujer estaba grávida.
Apenas nació el niño, ella procuró mantenerlo siempre oculto de la gente. Nunca la vieron con él en la calle, al sol, para glorificarse con su hijo, como suelen hacer todas las madres; antes al contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un rincón de su choza.
Durante mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría, infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e interrogadora.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de su desgracia. El niño había nacido contrahecho, y esa era la causa de la pesadumbre de la madre y el motivo de que lo ocultase de la gente.
Entonces los vecinos, condolidos, le dijeron que comprendían el dolor de una madre que da a luz a un hijo anormal, pero que nadie, salvo la Madona, sabía si aquella prueba era un castigo, y que el niño, de todos modos, no debía ser privado de la luz del sol.
Ella prestaba oídos a la gente y les mostraba a su hijo. Tenía éste unas piernas y unos bracitos en extremo cortos, como aletas de pez; la cabeza, hinchada como una bola, se sostenía a duras penas sobre el cuello delgaducho y endeble; el rostro estaba todo surcado de arrugas; tenía los ojos turbios y la boca hendida por una sonrisa inexpresiva.
Al mirarlo, las mujeres lloraban y los hombre se retiraban mohínos, con una mueca de desdén. La madre del monstruo se sentaba en el suelo, y ora bajaba la cabeza, ora la levantaba y miraba a todos, como preguntando algo que nadie podía comprender.
Los vecinos construyeron para el engendro una caja semejante a un ataúd; lo llenaron de vellones de lana, colocaron en ella al pequeño monstruo y los pusieron en un rincón del patio. Tenían la esperanza de que el sol, hacedor de milagros, haría uno más.
Pero fue transcurriendo el tiempo y el monstruo seguía siéndolo: una cabezota enorme, un largo tronco y unos atrofiados muñones. Únicamente su sonrisa iba adquiriendo una expresión más y más definida de insaciable glotonería. En la boca surgieron dos hileras de agudos dientes, y los cortos y deformes brazos se adiestraron en coger los trozos de pan y llevarlos, sin equivocarse nunca, a la ávida bocaza.
Era mudo, pero cuando alguien comía cerca o cuando olía alimento, abría el hocico y empezaba a dar unos mugidos roncos y a menear como un loco la cabezota, mientras el blanco mate de los ojos se le cubría de venillas sanguinolentas.
Comía mucho, cada día más; su mugido se hizo persistente. La madre trabajaba sin cesar, pero su ganancia era exigua y a veces nula. No se quejaba de su suerte, y si aceptaba alguna ayuda, era de mala gana y sin despegar los labios. Cuando estaba fuera, los vecinos, cansados del constante mugir del monstruo, corrían a meterle en la boca mendrugos, frutas, legumbres y cuanto comestible tenían a mano.
-¡Te va a comer viva! -decían a la madre-. ¿Por qué no lo llevas a un asilo?
-No quiero oír hablar de eso -contestaba la pobre mujer-. Soy su madre. Yo lo traje al mundo y yo he de ganar el sustento para él.
Como aún era hermosa, más de uno quiso hacerse amar por la desdichada, pero no obtuvo el menor éxito. A uno, precisamente a aquel hacia quien se sentía más inclinada, le dijo un día:
-No puedo ser tu esposa. Tengo miedo de engendrar otro monstruo. Tú mismo te avergonzarías. ¡No, vete!
El hombre insistió, recordándole que la Madona hacía justicia a las madres y las consideraba como hermanas suyas. Pero ella exclamó:
-¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.
El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.
-Me da miedo -decía-. He perdido la fe en mi destino...
El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.
Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.
Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.
El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.
Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz, achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un africano.
Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta y breve como la patita de una lagartija.
Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada lengua de víbora para mugir con acento imperativo.
La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.
Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.
Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:
-Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.
Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos de espanto.
La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:
-¿Qué debe estar esperando?
Terminaron por aconsejarle:
-¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán limosna.
-Sería horrible que lo vieran los extranjeros -contestó la madre, horrorizada-. ¿Qué pensarían de nosotros?
-La desgracia existe en todos los países -le contestaron-, cosa que nadie ignora.
La madre negó con un movimiento de cabeza.
Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo, entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fue testigo de sus gestos de repugnancia y comprendió que hablaban con repulsión de su hijo. Pero lo que más la sorprendió fueron ciertas palabras pronunciadas con acento de desprecio y animosidad y, también, de triunfo.
La desgraciada mujer conservó en la memoria el sonido de aquellas palabras extranjeras, que repetía insistentemente y en las que su corazón de italiana y de madre adivinaba un significado insultante. Aquel mismo día fue a casa de un adivino conocido suyo y le preguntó qué significaban las palabras que había oído.
-Convendría saber quién las ha pronunciado -contestó el hombre, frunciendo el ceño-. Pues significan: "Italia muere antes que las demás naciones italianas". ¿Quién forja semejantes mentiras?
La pobre mujer se marchó silenciosa.
Al día siguiente, a consecuencia de un hartazgo, su hijo murió entre convulsiones.
La madre se sentó en el patio, junto a la caja, con las manos cruzadas sobre aquella cabeza inerte. Permanecía quieta, inmóvil, y parecía más que nunca esperar algo. Fijaba la mirada interrogante en cada uno de los que desfilaban ante el cadáver.
Todos guardaron silencio. Nadie le preguntó nada, aunque muchos se sentían inclinados a felicitarla por haberse liberado de aquella esclavitud, o tal vez hubieran deseado consolarla por haber perdido al que, después de todo, era su hijo. Pero nadie despegó los labios. Hay momentos en que todos comprenden que ciertas cosas no pueden expresarse sin que parezcan reticencias.
Mucho tiempo después de la muerte del monstruo, la madre seguía mirando a la gente a la cara, como si preguntase no se sabe qué. Pero luego, poco a poco, pareció ir olvidándolo todo...
FIN