lunes, 3 de diciembre de 2007

EL ALQUIMISTA

Aquí, Lovecraft, cayendo, con otro cuento...


Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicidaViva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

sábado, 24 de noviembre de 2007

EL MURO


Esta hablada es de Cardona Puña, digo Peña...
Chisme patrocinado por: Terox.



Del cuarto, situado al extremo de un largo pasadizo, salían voces quedas, susurrantes, que el silencio alargaba.

-Debemos llevarnos a la señora Ana – murmuró alguien.
-Olvídese de ella – contestaron -. Últimamente la he estado observando y su conducta me parece muy extraña.
-Pero es tan paciente, tan abnegada…
-No insistas. Debemos irnos los dos, solos.

Se escuchó un gemido, que rodó por los corredores repartiéndose en ecos menudos.

-¡Calla! ¡Calla!

Los gemidos continuaban, y entonces…

-Has ganado. Pero verás cómo nos traerá complicaciones.
-¡Gracias! Ya me siento mejor.
-Debemos comunicárselo ahora mismo, y salir inmediatamente.

La puerta se abrió, subieron por una escalera, y se detuvieron frente a un cuarto.

-Señora Ana…
-¿Eh? ¿Son ustedes?
-Sí.
-Esperen…

La interpelada encendió una vela, fue a abrir y los miró.

-¿Qué sucede?
-Se ha vendido la casa. Dentro de pocas horas vendrá el nuevo propietario y debemos marcharnos.

La señora Ana puso tamaña cara de asombro.

-¿Marcharnos?
-Después de tantos años de vivir a su lado, nos parece injusto abandonarla.
-Se lo agradezco, pero…no puedo. Yo…
-¡Síganos!

La luz de la vela chisporroteó por el aliento del que emitió la orden, y la anciana (porque la que habían despertado pasaba de los ochenta) comprendió que era peligroso e inútil negarse, y los siguió, moviendo la cabeza, iluminándose con la vela que temblaba en su mano. Atravesaron en silencio varios corredores.

-Señores, yo les suplico que me dejen en paz. En cinco años no les he causado molestia alguna, les he servido bien, y…
-Por eso mismo, señora Ana; por eso mismo. ¿Qué será de usted en esta casa, sola, con gente extraña que no la comprenderá?

Al llegar al final de un pasillo se dirigieron a la izquierda, donde comenzaba una escalera de caracol, y la viejecita tuvo miedo.

-¡El muro! –pensó-. ¿Y ahora qué hago?

Entonces, fingiendo recordar algo, les dijo:

-¡Vaya, vaya! Me olvidé de informarles que no podemos salir. La puerta de entrada no se abre, pues di al cerrajero la llave para que la arreglase. Me prometió que regresaría a las siete de la mañana con una nueva, y como no la necesitaba antes, pues…
-¿Qué está diciendo? ¡Déjese de tonterías!

Estaban ya en el sótano, frente a un grueso muro de piedra lamido por el tiempo.

-¡Vamos! ¡Pronto! ¡Ya está amaneciendo!

Avanzaron, pero ella se detuvo. Sintió que la traspasaban con sus miradas brillantes.

-¿Qué hace ahí como una estatua? ¡Síganos!

Fue entonces cuando se armó de valor.

-Señores - les dijo solemnemente - , yo no puedo franquear es muro, porque … ¡No estoy muerta!

Se escuchó un alarido terrible, que repercutió por el vasto caserón, y en seguida dos figuras altas y blancas atravesaron como un hálito el grueso muro de piedra. La viejecita inició el regreso a su cuarto, murmurando con vos desdentada:

-Siempre temí decírselos, siempre. Pero esta situación no podía continuar indefinidamente. Fue buena la idea de escribir una carta anunciándoles el cambio de dueño. Pobrecitos. Que Dios tenga piedad de sus almas.

lunes, 19 de noviembre de 2007

LA TERRIBLE VENGANZA

Esto fue lo que me contó Gogol
En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.
El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.
Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!
En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre... Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote... Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.
De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto... Al rato ve que alguien baja a lo lejos... El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza... ¡Es ella!
Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca...
-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!
Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?
El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote... Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra..., ¡pero sí!... Es Katerina que está volviendo.
-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!..., ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!
Ella no lo escucha y sigue su camino.
-¡Hija!... ¡En el nombre de tu desdichada madre!
Ella se detuvo.
-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!
-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?
-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo... ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!
-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.
-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo... Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa...
-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.
-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma!. Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.
-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?
-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí...
Katerina se quedó pensativa.
-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas...
-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!... Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!
-Escucha... yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?
-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.
-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.
Pero él ya había desaparecido.
-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?... Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.

-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.
-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?
-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.
-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.
-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.
-¿Para verlo?... ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.
-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.

-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!
-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.
-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber... ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa...
-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.
-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.
Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.

En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores... Y se llevan mujeres ajenas... ¡Gritos, peleas!... Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa... Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.

El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.
-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime... Se ve que la muerte anda rondando mi alma.
-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.
-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!
-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.
-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca... ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie. El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles1 riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia... Vendieron sus almas al aceptar la unia2. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.
-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata3.
-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!
Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.
-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!
Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas.
Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra...
-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.
Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.
Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando... de pronto, se estremeció... Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro...
-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!
Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.
Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios... Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo.
FIN

miércoles, 14 de noviembre de 2007

EL ESPECTRO...

Cuento. Texto completo
H... Quiroga, contó este cuento.


Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.
Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.
De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad que sollozaba en ella.
La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó -como contraste con el empalagoso héroe actual- el tipo de varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.
Hart prosiguió actuando y ya lo hemos visto.
Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El Páramo y Más allá de lo que se ve. Pero el encanto -la absorción de todos los sentimientos de un hombre- que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo.
Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
-Aquí tienes a mi mujer -me dijo echándomela en los brazos.
Y a ella:
-Apriétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.
No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer.
Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba.
Amor, deseo... Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre substancial.
Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
-No es la situación económica -me decía-, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine...
En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:
-Confíate a Grant, Enid... Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su hermano...No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado...
Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó -la alimenté- con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió -y lo hubiera sido eternamente-, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan -mi amigo íntimo, pero muerto-, podía negarme.
Vela por ella... ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!
Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.
Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su falda.
-Te amo, Enid -le dije-. Sin ti me muero.
-¡Tú, Guillermo! -murmuró ella-. ¡Es horrible oírte decir esto!
-Todo lo que quieras -repliqué-. Pero te amo inmensamente.
-¡Cállate, cállate!
-Y te he amado siempre... Ya lo sabes...
-¡No, no sé!
-Sí, lo sabes.
Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
-Dime que lo sabías...
-¡No, cállate! Estamos profanando...
-Dime que lo sabías...
-¡Guillermo!
-Dime solamente que sabías que siempre te he querido...
Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.
La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones.
Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia -la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego-. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.
La muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano... ¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
-Te amo cada día más, Enid...
-¡Guillermo!
-Dime que algún día me querrás.
-¡No!
-Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.
-¡No!
-Dímelo.
-¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?
Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:
-¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor...
Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
Una noche -estábamos en Nueva York- me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no?
Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo...
Mientras la sala estuvo a obscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
-Sí, comprendo, amor mío... -murmuré, con los labios sobre el extremo de sus pieles, que, siendo un obscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona idolatrada-. Comprendo, pero no nos rindamos... ¿Sí?... Así olvidaremos...
Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.
A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de El páramo.
La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte de los bosques del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del amante.
Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado.
Enid y yo, juntos e inmóviles en la obscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos.
¿Por qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos al otro lado?
¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros.
Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un film.
Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros -Wyoming, Enid y yo- la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo....
¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo?
¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos...
Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.
-¡Falta un poco aún!... -me decía yo.
-Mañana será... -pensaba Enid.
Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente.
Pero en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.
A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros.
Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.
-¡Guillermo!
-Cállate, por favor...
-¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!
Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:
Con lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer plano... Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito.
La cinta acababa de quemarse.
Mas, en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
-La señora está enferma; parece una muerta -dijo alguno en la platea.
-Más muerto parece él -agregó otro.
¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.
No sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film.
Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid -¡Enid entre mis brazos!- tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar... ¡Cuando Wyoming se incorporó por fin!
Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos... a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.
No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.
Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.
Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida.
Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.
Pero no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico.
Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y a mí.
Dentro de un mes o de un año, ella llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.

HUO YUANJIA LAOSHI


FEARLEES... Película basada en la vida de
HUO YUANJIA LAOSHI(1869-1910)
Texto y Fotos Publicado en http://www.swaso.com/


Durante la dinastía Qing, el emperador tenía miedo de que la raza de los han o auténticos chinos, consiguieran restaurar la dinastía Ming. El gobierno estaba en plena decadencia, China se encontraba bajo la opresión de los occidentales, en el interior del país y de la corte en general, imperaba el vicio y la depravación, la población pasaba hambre y el estado era cada vez más débil.En el quinto año del reinado del emperador Yun Qing, un anuncio prohibió el estudio y la práctica de las Artes Marciales, todos los gobernadores provinciales estaban autorizados a parar el estudio del Kungfu, así como el uso y estudio de cualquier tipo de armas.Cualquiera que se llamase así mismo Maestro de Kungfu o instructor de Artes Marciales, o simplemente practicase Kungfu, podía ser arrestado. Dado que mucha gente había estudiado Kungfu para mantenerse en forma, su prohibición causó un grave deterioro en la salud, el aspecto físico de la gente china era cada vez más débil y enfermizo, por lo que los extranjeros les llamaban "Enfermos de Asia". Los documentos que explican esto pueden ser fácilmente encontrados en cualquiera de las librerías de Beijing.Hacia el final del siglo XIX, la moral china era muy baja, sus relaciones con las potencias extranjeras la habían situado en una posición política inferior, pero era el fin de la dinastía Qing. Durante la primavera de 1909, primer año de reinado del último emperador, Fu Yee, llegó a Shanghai un luchador occidental llamado por los chinos, "Hou Ping", el cual actuó demostrando su fuerza y sus conocimientos de boxeo en el teatro Apolo de Shanghai, concretamente en la calle Zuchuan, durante varias noches tuvo una gran afluencia de público. Y en la última noche, ante el numeroso público allí congregado, sé autoproclamó el hombre más fuerte del mundo, y el mejor luchador, retando al mismo tiempo a cualquier chino a luchar contra él.Casa donde vivió HUO YUANJIA

Después de escuchar sus palabras, el público se llenó de estupor. Al día siguiente muchos luchadores chinos, auténticos patriotas, aceptaron el reto de tan engreído luchador. En aquella época estaba muy elevado el sentir patriótico y revolucionario del pueblo chino, sobre todo en Shanghai. Cuando estos vieron en las noticias los fanfarroneos de este hombre, se enfurecieron mucho, y hubo muchos héroes que salieron en defensa de sus hermanos chinos, aunque lamentablemente todos fueron derrotados por la fuerza del boxeador.China durante miles de años, siempre estuvo mucho más avanzada que occidente tanto en aspectos culturales como en artísticos, pero al llegar el imperio Qing, todo ello empezó a decaer. Además de ello, el sur de China siempre ha sido mejor en el aspecto artístico cultural que en el aspecto marcial, por lo que, encontrar en Shanghai un verdadero Maestro de Kungfu era muy difícil, para ello, la ciudad de Shanghai organizó un festival donde reunir a los mejores luchadores de China y competir con el bravucón occidental.Por aquel entonces se reunieron varios compatriotas como; Chen Jimei, Long Quhuo, Chen Dieshen, Chen Kongsou, etc., y así hasta unas diez personas, luego empezaron a discutir sobre el tema de la competición, entre ellos estaba el Maestro Sun Piekong, que propuso llamar a un hombre llamado Huo Yuanjia, el cual vivía en un pequeño pueblo de la provincia de Hebei (Hopei), y quería reclamarle porque era un hombre con muchos conocimientos de Kungfu y gran habilidad en el Estilo de "La Huella Perdida" o Mizongquan (Mi Zong Chuan), siendo por todos conocido como "Huang Mien Fu", y otros varios alias o sinónimos.

El Maestro Huo aprendió el Estilo de la "Huella Perdida" de su padre, y lo aprendió no sin alguna dificultad cuando era muy joven. Huo había sufrido la fiebre amarilla y su padre no había querido enseñarle Kungfu, como hizo con sus hermanos. Huo sin embargo, expiaba mientras su padre enseñaba el Estilo Mizong a sus hermanos, y así lo fue aprendiendo poco a poco, en secreto. Pasaron algunos años y un día se presentaron en su casa algunos antoguos enemigos de su padre para retarlo a un combate (algunos años antes el padre había trabajado de guardia de seguridad y había evitado que varios delincuentes robasen a su jefe). Ahora por sus dolores reumáticos, el más anciano de la familia Huo era incapaz de luchar, sus tres hijos entrenados lucharon en su nombre, pero uno tras otro fueron derrotados.La situación era grave, entonces el joven y enfermizo Huo les hizo frente y los derrotó, dándoles una gran paliza. Después de esto, su padre le enseñó todo cuanto pudo y con el tiempo, el joven Huo Yuanjia llegó a ocupar su puesto.Cuando Huo Yuanjia recibió la carta del Maestro Sun se enfureció mucho y se ofreció para enfrentarse con el boxeador y así terminar con las habladurías que sobre los chinos, "enfermos de Asia", corrían de boca en boca. Decidió ir a Shanghai junto a dos de sus discípulos, Zhao Hanjie y Liu Zhèngshéng, donde llegaron en marzo de 1909. Una vez allí, todos se reunieron en un local cercano a la estación de trenes de Shanghai, en una especie de hostal y casa de té, este hotel es muy famoso por la reunión de los "Viajeros del Norte". Cuando Huo llegó a Shanghai fue recibido clamorosamente por todos los patriotas chinos. Luego, estos fundaron un centro de gimnasia, al que llamaron "Instituto de Educación Física Jin Wu" o JinWu Men y donde Huo Yuanjia fue nombrado Director y Maestro del citado centro.El centro Jin Wu Men (Escuela Marcial Superior) estaba situado cerca de la puerta norte de Shanghai, allí se trasladaron y pronto comenzaron las practicas.

Una vez instalado en Shanghai, Huo se empezó a preparar para luchar contra el boxeador occidental, le ayudaron para ello varios destacados Maestros como, Chen Kunsuo y Xuo Zhekung, aportando a la vez apoyo económico para preparar el escenario donde se realizaría el enfrentamiento.Buscaron un local que estaba en la calle Jinan, con un pequeño jardín, el cual es conocido hoy día como "Jardín Chan Yuen". Este jardín hoy contiene ciertos rasgos occidentales y un gran campo, con numerosas atracciones y diversos tipos de entretenimiento para sus visitantes.El escenario se sitúo sobre el campo a unos dos metros de altura y con unos diez metros de largo por ocho de ancho, colocaron escaleras para subir en ambos extremos. Un día de mediados de Junio sobre las cuatro de la tarde sería el día oficial para la competición. Ese día el Jardín Chan Yuen se llenó de multitud de carruajes cargados de curiosos, muchos hombres, mujeres y ancianos, llegaron para ver el lugar donde se iba a celebrar la lucha entre ambos personajes.
Antigua Asociacion Jing Wu

Huo Yuanjia con un pantalón y una blusa corta de color gris, zapatillas y llevando su trenza en la cintura ceñida por una faja, estaba sentado en un lado, muy tranquilo, sus ojos reflejaban paz y serenidad, su imagen era la de todo un valiente. Pacientemente esperaba la llegada del boxeador occidental.Antes de todos estos hechos, los Maestros Chen Kunsuo y Xuo Zhekung, habían hecho de interpretes, acompañando a Huo Yuanjia a buscar al boxeador para parlamentar sobre la competición. El boxeador recién llegado a China no conocía las reglas de las competiciones de Kungfu, y tan sólo sabia las reglas occidentales de boxeo, que consistían en llevar las manos protegidas por unos guantes, y solamente podían pegar de la cintura para arriba, estando prohibido el utilizar los pies. El Kungfu sin embargo, utilizaba ambas partes del cuerpo y no existían limitaciones. El boxeador proponía las reglas de boxeo y de Wrestlin (lucha) occidental, finalmente quedaron en que en cuanto un luchador cayese al suelo se daría el combate por terminado y quien quedase en pie seria el ganador.Aquel día Huo Yuanjia y sus discípulos esperaron durante mucho tiempo, cuando fueron las cuatro en punto y se dio por comenzada la competición, el fanfarrón boxeador todavía no había aparecido, más tarde se supo que tras enterarse el boxeador de la fama de Huo Yuanjia, éste se acobardo u huyó, por ello fue designado como ganador el Maestro Huo Yuanjia. Al día siguiente se dio a conocer la noticia en todos los periódicos, con lo que los orientales recuperaron su autoestima.La noticia de lo sucedido se fue extendiendo y los organizadores fijaron que el escenario de la competición seria visitable tanto por orientales como por occidentales. Se fijarían una serie de competiciones, en las que cuando el contrincante cayera seria dado por vencido, la noticia se expandió y muchos practicantes de Kungfu se reunieron allí para competir.Un día el arbitro de estos encuentros fue a visitar al Maestro Huo y le comunicó que un hombre llamado Zhao Jinyin, quería competir con él. Huo aceptó, y cuando salió con sus discípulos, vio a un hombre en medio del escenario, muy fuerte, de unos treinta y pico de años, con un cuerpo fornido y corpulento que estaba esperándole. El hombre le preguntó si era él, el famoso Huo Yuanjia. Huo respondió afirmativamente y añadió ¿Quién es Usted?. El hombre corpulento contestó que se llamaba Zhao Jinyin y que al enterarse de la gran fama y valentía sin limites que tenia Huo Yuanjia, así como su habilidad en Kungfu, decidió enfrentarse y ver si le podía enseñar o aprender algo de él. Huo Yuanjia sonrío y dijo que primero deberían competir para ver las habilidades de cada uno.Tras esto salto al escenario uno de los alumnos del Maestro Huo, llamado Zhao Hanjie y le pidió al Maestro permiso para competir primero con aquel desconocido. Huo le concedió el permiso pues comprendió que su alumno quería ver que es lo que pretendía este hombre. El discípulo Zhao era a parte de uno de sus sucesores, un buen amigo, y siempre había trabajado con mucho animo e interés. Huo Yuanjia estaba seguro de las habilidades de su alumno, pero a pesar de ello, le dijo que tuviese mucho cuidado. La competición se dio por comenzada y ambos luchadores comenzaron a intercambiar sus golpes, cada paso que adelantaba el uno lo retrocedía el otro, al cabo de varios intentos, Zhao Jinyin salió disparado fuera del escenario y cayó al suelo, el otro alumno Liu Zhèngshéng, preocupado al ver la aparatosa caída, acudió a su lado para ayudarle y le pregunto como se encontraba, Zhao respondió que su contrincante tenia un nivel de Kungfu muy bueno.En aquel momento surgió de entre la multitud una persona que dijo llamarse Chang Kwonhu, y que deseaba competir con Liu. A pesar de saber que Chang Kwonhu era un buen Maestro de Kungfu, Liu aceptó el combate y de inmediato comenzaron la lucha, al cabo de varios minutos todavía era difícil saber quien seria el posible ganador, tras un buen rato de combate Chang pidió para la competición indicando que continuarían luchando al día siguiente. Al dar por finalizado el combate, Chang Kwonhu acompañó al Maestro Huo y sus discípulos a su residencia donde, después de haber comido, comenzaron a analizar los diferentes aspectos de los combates realizados anteriormente, comenzando a aclarar las diferentes debilidades de cada contrincante, por lo que Chang Kwonhu pudo ver muchas cosas que antes no había tenido en cuenta.Al día siguiente a las tres de la tarde, el Maestro Huo Yuanjia y sus discípulos acudieron al jardín Chan Yuen, donde ya se había congregado un numeroso publico, Chang Kwonhu estaba esperándoles y al verlos llegar se acercó y le dijo a Huo Yuanjia que quería verle demostrando sus conocimientos. A pesar de que el Maestro Huo ya tenía una edad bastante avanzada, seguía teniendo un cuerpo ágil y saludable y aceptó el desafío.La lucha dio comienzo, Chang tenía un estilo muy agresivo y violento, atacando rápida y continuamente a Huo Yuanjia, sin embargo éste lo esquivaba sin mostrar excesivo esfuerzo y con toda la calma que le era posible. Mientras intercambiaban sus técnicas, Chang pensó que Huo Yuanjia tenía una gran calidad técnica y era mucho mejor que su discípulo. Al terminar la lucha Chang dijo a Huo Yuanjia, que era un verdadero Maestro y que se sentía honrado de haber luchado con él, tras esto saltó del escenario y se marchó.Después de esta competición Huo Yuanjia se dirigió al publico y les dijo; cuando llegué a Shanghai fui ayudado por muchos compatriotas, mi propósito al venir aquí fue el de competir contra los opresores extranjeros, pero no el de luchar con mis propios hermanos de raza. Estas competiciones se están convirtiendo en verdaderas luchas entre gentes del mismo pueblo y no debería ser así, porque entre compatriotas hay que tener solidaridad, compañerismo y amistad. Si alguien desea venir a enfrentarse conmigo será bienvenido, pero no realizaremos ninguna competición por lo que no habrá ningún ganador.Tras sus palabras, este tipo de competiciones se detuvo durante una larga temporada.Huo Pian, hijo del Gran Maestro Huo Yuanjia

Por aquella época había muchos invasores o colonizadores occidentales, japoneses o de otros países orientales en Shanghai, los cuales tenían un buen territorio en la ciudad, allí también había muchos deportistas japoneses, los cuales practicaban unos estilos más suaves que eran de origen chino, y dentro de estas ramas había gentes de gran habilidad. Entre estos deportistas japoneses también circulaba la fama del Maestro Huo Yuanjia, por lo que muchos llegaron a hacer amistad con él. Un día cuando Huo Yuanjia y sus discípulos fueron al gimnasio de los japoneses, y comenzaron a hablar sobre los estilos y sus diferentes pero parecidos conocimientos, un deportista japonés le propuso una competición amistosa para que no hubiese heridos en ningún bando. En aquella época el deporte japonés estaba dividido en tres grandes grupos; uno era el Judo o estilo suave, en que lo principal era tirar al contrincante, el otro estilo era también suave llamado Sumo, y el tercero estaba basado en el manejo de los sables o katanas llamado Kenjutsu. En los gimnasios japoneses de Shanghai, estos tres métodos eran los que principalmente se practicaban. Se propuso a Huo Yuanjia y a sus discípulos el competir con el Judo o estilo suave.Primero compitió el discípulo Liu Zhènshéng, después de varias luchas el japonés se dio cuenta que no podía derrotar a Liu, y éste a la vez aprovechó el cansancio que llevaba el japonés para vencerle, con algunas de las técnicas Chin-Na del estilo Mizong Chuan. Tras esto, cambiaron de contrincante y subió un japonés de unos cien kilos de peso con un fiero aspecto, y tras varios asaltos tampoco pudo derrotar al alumno Zhao Hanjie. Después un famoso luchador quiso competir con Huo Yuanjia, este aceptó, el luchador japonés intentó utilizar la fuerza de sus manos cuando estuviera desprevenido su contrincante y así tirarlo al suelo, pero no sabia que Huo Yuanjia poseía una energía "sobrenatural" en las manos y a pesar de toda su fuerza, no pudo con él. Luego utilizó las piernas para derribar al contrincante, pero Huo Yuanjia muy concentrado pudo evitarlo y comenzó a atacar a su contrincante haciéndole salir proyectado del área de competición, hiriendose al caer en la rodilla, Huo Yuanjia enseguida acudió a su lado y pidió a sus alumnos que le trajesen la medicina necesaria para curarle, luego limpio y curó la herida mientras le pedía humildemente disculpas.
Alumnos de HUO YUANJIA

Con todos estos hechos Huo Yuanjia demostró entre lucha y lucha que seguía manteniendo su fama de gran luchador, sin embargo los contrincantes japoneses no aceptaron sus derrotas y heridos en su orgullo vinieron a retarle en multitud de ocasiones, siendo en todas ellas derrotados por la habilidad del Maestro Huo Yuanjia. Las noticias de estas derrotas se extendieron por todos los lugares y la fama de este formidable Maestro creció aún más, por lo que ya nadie se atrevía a competir con él. Los contrincantes japoneses no estaban satisfechos, y rencorosos, planearon el asesinato de este Maestro. Aprovecharon que Huo Yuanjia tuvo un resfriado y un falso amigo japonés fue a casa de Huo Yuanjia para darle unas medicinas con las que curar la enfermedad, Huo Yuanjia era una persona muy amable y sincera, confiando siempre en las personas, por ello aceptó la medicina y tras haberla tomado se empeoró. Sus discípulos le trasladaron rápidamente al hospital de Shanghai, donde se le realizaron varios análisis y comprobaron que había sido vilmente envenenado, la cura ya era imposible y el venerado Maestro Huo Yuanjia murió.El que un luchador tan valiente como era Huo Yuanjia fuese asesinado por la espalda, llenó de tristeza e indignación a todos los patriotas y los verdaderos luchadores. Pero, a pesar de la muerte de Huo Yuanjia, su gimnasio siguió manteniendo sus puertas abiertas y sus discípulos siguieron enseñando y extendiendo su doctrina y enseñanzas por todo el mundo. En 1915, compraron un nuevo edificio, reorganizaron la escuela y la renombraron con el nombre de "Asociación Atlética Jin Wu". Abrieron más clases y mejoraron algunas de las formas, publicaron libros y revistas, muchas provincias abrieron su propia Asociación Jing Wu, en 1918 se abrió una nueva sede de dicha asociación en Hong Kong, en 1920 la Central Jing Wu de Shanghai envío cinco representantes a Singapur y a Malasia, donde dieron espectáculos benéficos, y hoy día existen infinidad de delegaciones del Instituto Jing Wu y de la Asociación que más tarde se fundó en todos los continentes.En el citado Instituto se crearon una serie de formas bien definidas y codificadas que dieron pie a un nuevo estilo llamado Shaolin Chang Chuan y del cual más tarde surgiría el moderno Wushu. Las formas o esquemas fundamentales enseñadas en el Instituto Jing Wu, contrariamente a lo que se cree, no fueron creadas por Huo Yuanjia, ya que él sólo enseñó una forma de mano vacía llamada Shih Chuan, traducida libremente como la "Forma de la mano práctica".

jueves, 25 de octubre de 2007

PACTO DE SANGRE


Escrito por Mario Bene... Mario ¡y punto!


A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.
Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia.
Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.
No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.